y tu mano busca una entrada,
la blusa abierta,
para tus dedos perdidos.
Esos dedos que ya andan
solos,
en un valle sin nombre al que recurrir,
entre tu hombro y tu pecho
ahora que tus ojos están en el libro,
acarician una piel
tan suave
que recuerdas el calor de las cerezas,
y en seguida imaginas
cuánto podría sentir yo
que aun no te he tocado.