viernes, 13 de abril de 2012

Conversación de primavera.















Subimos la cuesta.
A mi lado camina el hombre bueno.
Y al otro lado, el hombre sincero,
que habla de sexo
como si masticase el vinagre de las campanillas.

Empieza a nevar.
Los aparto de mi rostro,
pero se me pegan a la ropa,
 enfrían mi pecho como si abrazara desnuda un cristal:
sin embargo no parece que al hombre bueno le afecten esos copos oscuros,
pues sabe dónde tiene que llegar
y que lo hará intacto.
El hombre sincero pregunta al hombre bueno
por las semanas, los días, las horas y los segundos
de su vida en que “nada, pero nada de nada”.
Este rebusca en el bolsillo del anorak.
Saca un trozo de pan de ayer, papelitos desteñidos, semillas secas.
Hace ademán de ofrecer algo importante.
Abre la boca y responde con un resto de otra conversación pasada,
con una frase antigua hecha de buenas intenciones.
No sufres, dice el hombre sincero,
tú no sufres, pregunta el hombre sincero,
deteniéndose a recoger más campanillas.
Noto que al hombre sincero le falta piel en la punta de los dedos.
El silencio se adhiere a los copos y los hace pesados.
Las preguntas acaban ensartadas en las agujas de los pinos.
El hombre sincero se quita la piel y la deja sobre las rocas.
Ambos coronamos la cuesta en carne viva.