lunes, 26 de diciembre de 2011

Navidad 2.


Cada navidad se repite la pena. Cuando cree que no va a llegar, porque ya lo tiene superado, llega ese dolor para sorprenderle como cuando era niño.

En su familia llorar era de tontos; escribir poesía suscitaba una media sonrisa; cada palabra era merecedora de un exhaustivo análisis que ningún académico de la lengua podría superar. Si alguien bailaba, cada movimiento era diseccionado y candidato a un veredicto final. Cada gesto inesperado era puesto sobre la mesa de operaciones. Amar era un verbo cursi. Los helados grandes eran de catetos; comer mucho, una vulgaridad; mojar pan, imperdonable. Dormir, perder el tiempo. Mostrar cariño a los de fuera, debilidad o error.


Y sin embargo todos en la familia querían ser queridos. Aun lo quieren. Por eso el dolor no se va. Por eso se hacen daño cuando comen juntos en Navidad. El dolor navideño es un dolor que refleja la pena de cada día, la que debía haberles tumbado hace ya mucho, pero que les mantiene en pie. Una pena de bienestar obligado, de conmigo no puedes, de no me quieres lo suficiente… De hielo, de hierro podrido, de papel de lija, de corazón cauterizado. Una pena.

Navidad



No quieres ver cachitos en ese charco de lágrimas.
Me rompí
y, caigo o no caigo,
cayeron plumas blancas,
y cayó el pelaje de una loba,
y las uñas de una gata que se clavan en el barro
y gotas de sangre frágiles como bolas navideñas.
En el agua flotan trozos de mi cuerpo,
carne de mazapán, crujientes peladillas.
Ya no serviría para adornar tu salón.
No me niego el deber de nacerme,
ni el placer de esta nueva combinación de fragmentos.
Floto. En trozos. Aquí estoy. Helada.
Ni siquiera entrecerrando  los ojos verás un mensaje legible.
No mires si no te gusta.